26 diciembre, 2007

Pescando en un barril

Hace años, no recuerdo cuántos, escuché una canción. Hablaba de imágenes que inundan los sentidos, de sentimientos que colman el alma. Aunque sencilla, me pareció memorable, digna perdurar en el recuerdo o formar parte de una colección. Pero tras el final de la canción -no recuerdo si en la radio o la televisión, creo que fue en televisión- nadie mencionó el título o el nombre del autor. Sólo pude quedarme con una tormenta en el desierto y un océano somnoliento y azul.
¿Cómo iba a encontrar esa canción sin un autor o un título? ¿Qué posibilidades había de que uno de mis conocidos reconociese una canción cualquiera por un par de versos en inglés? Así, anónima, la canción fue cubierta poco a poco por el agua del devenir de los días, hundida en el barril de mi memoria. Sin embargo, como si fuese un tesoro sumergido, algo digno de ser rescatado del mar del olvido, mi mente guardó un mapa con unas pistas, un mapa que decía "como una tormenta en el desierto, como un océano somnoliento y azul".

Pasaron los años y varias veces toparon mis pensamientos con ese mapa, pero la canción seguía perdida en el océano del mundo, y sin ninguna pista más, volví a guardar el mapa todas aquellas veces. Hasta que un día, la misma persona miró el mismo mapa sobre el mismo tesoro, salvo que esta vez, había algo de lo que no disponía las otras veces. Quizá pareciera algo prosaico, excesivo, demasiado directo quizá, pero era perfectamente capaz de encontrar la canción dentro del océano del mundo, de rescatarla del fondo de la memoria. No se trataba de otra cosa más que de lo que te permite leer esta historia, de internet.
Un par de frases en un buscador, visitar una página y ahí estaba la canción, el tesoro hundido. Fue tan fácil, tan rápido. Quizá incluso demasiado fácil, pues a menudo el valor de las cosas depende de lo que nos cueste conseguirlas. Cruzar el océano del mundo, sondear el mar de la memoria... y sin embargo fue, como pescar en un barril.

O quizá internet no sea prosaico, sino un milagro tan cotidiano, que ya no nos damos cuenta.

Pero en fin, aquí está el tesoro y pese a lo rápido de la captura, creo que tiene valor por sí mismo. El orfebre, ahora tiene nombre y se llama John Denver. El nombre de la persona a quien se dedica la canción, debe estar hundido en otro barril.



Annie´s Song
La canción de Annie

You fill up my senses
Tú colmas mis sentidos
like a night in the forest
como una noche en el bosque
like the mountains in springtime,
como las montañas en primavera,
like a walk in the rain
como un paseo bajo la lluvia
like a storm in the desert,
como una tormenta en el desierto,
like a sleepy blue ocean
como un océano somnoliento y azul
you fill up my senses,
tú colmas mis sentidos
come fill me again.
ven lléname otra vez.

Come let me love you,
Ven déjame amarte,
let me give my life to you
déjame darte mi vida
let me drown in your laughter,
déjame ahogarme en tu risa,
let me die in your arms
déjame morir en tus brazos
let me lay down beside you,
déjame yacer a tu lado,
let me always be with you
déjame estar siempre contigo
come let me love you,
ven déjame amarte,
come love me again.
ven ámame otra vez.

You fill up my senses
Tú colmas mis sentidos
like a night in the forest
como una noche en el bosque
like the mountains in springtime,
como las montañas en primavera,
like a walk in the rain
como un paseo bajo la lluvia
like a storm in the desert,
como una tormenta en el desierto,
like a sleepy blue ocean
como un océano somnoliento y azul
you fill up my senses,
tú colmas mis sentidos
come fill me again.
ven lléname otra vez.




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18 diciembre, 2007

Muñecas rusas


Es curioso cómo a veces las cosas más insignificantes, los objetos más pequeños, encierran largas historias o multitud de detalles insospechados.

Una colcha bordada por tres generaciones de mujeres.

Una bicicleta de paseo para damas que refleja la moralidad de su época.

Una foto de fin de curso que retrata a decenas de alumnos.

Cosas que son como ventanas a algo mayor, a historias, a épocas, a lugares, mucho más grandes que ellas.

Una moneda traída de la India que recuerda todo un viaje.

Un cuadro de una muchacha tendida en un jardín que es ejemplo de una escuela de pintura llamada pre-rafaelita.

Un disco de un grupo, titulado "5658" por los días entre su primer y último concierto, fruto de la trayectoria de todos sus integrantes.

Dicen que el mundo está conectado, que el Todo está contenido en cada una de las partes.

Un muñeco de plástico, hecho con el petróleo nacido de los desconocidos dinosaurios y con el rostro del protagonista del último videojuego de moda.

La consigna de un agitador, resultado del devenir de su época y germen de la siguiente.

Un libro de texto, en el que una niña estudia la historia de toda una humanidad de la que ella misma forma parte.

Es como si el mundo fuera una muñeca rusa en la que cada una de las diminutas muñecas que encierra contuviera a su vez a la más grande. Como un caldero hirviente en el que somos a la vez los ingredientes y el guiso.
Un libro en el que somos personajes y escritores en la misma página.



Os dejo con un relato de William Gibson, "Fragmentos de una rosa holográfica".

Leer el relato



Fragmentos de una rosa holográfica

William Gibson

Aquel verano Parker tenía problemas para dormir.

Había bajas de tensión en la red; las súbitas caídas del delta-inductor lo hacían volver en sí dolorosamente.

Para evitar esas caídas, usaba trozos de cable, pinzas minúsculas y cinta negra que conectaban el inductor a una consola de PSA. La pérdida de corriente en el inductor activaba el circuito de la consola.

Compró una cinta de PSA que comenzaba con el sujeto dormido en una playa tranquila. La cinta había sido grabada por un joven yogui rubio con visión de 20—20 y un sentido del color anormalmente agudo. El muchacho había sido embarcado en un vuelo a Barbados con el único propósito de dormir una siesta y hacer los ejercicios matinales en un brillante tramo de playa privada. En la lámina de la microficha del estuche transparente se explicaba que el yogui podía pasar en cualquier momento de alfa a delta sin un inductor. Parker, que no lograba dormir sin inductor desde hacía dos años, se preguntó si aquello era posible.

Sólo una vez había logrado pasar la cinta entera, aunque a estas alturas ya conocía todas y cada una de las sensaciones de los primeros cinco minutos subjetivos. Creía que la parte más interesante de la secuencia era un ligero error de edición al comienzo de la complicada rutina respiratoria: una fugaz toma de la playa blanca que recogía la figura de un guardia haciendo la ronda a lo largo de una cerca de alambre; llevaba una pistola negra de repetición apoyada en el brazo.

Mientas Parker dormía, las redes de la ciudad se vaciaron de corriente.

La transición de delta a delta-PSA era una oscura implosión, como entrando en otra carne. La familiaridad amortiguaba el choque. Sintió la arena fría bajo los hombros. La brisa de la mañana le hizo aletear en los tobillos el ruedo de los sufridos téjanos. El muchacho no tardaría en despertar, y empezaría con su Ardha-Matysendra-etcétera; con otras manos, Parker buscó a tientas la consola de PSA en la oscuridad.

Las tres de la mañana.

Preparándote una taza de café en la oscuridad, usando una linterna al verter el agua hirviente.

El sueño grabado de la mañana se desvanece: a través de otros ojos, el oscuro penacho de un carguero cubano se confunde con el horizonte que navega, surcando la pantalla gris de la mente.

Las tres de la mañana.

Deja que ayer se ordene a tu alrededor en planas imágenes esquemáticas. Lo que dijiste; lo que ella dijo; mirándola empacar; llamando el taxi. Como quiera que las barajes, siempre forman el mismo circuito impreso, jeroglíficos que convergen en un componente central: tú, de pie bajo la lluvia, gritando al taxista.

La lluvia era amarga y acida, casi del color de la orina. El taxista te llamó imbécil; tú igual tuviste que pagar tarifa doble. Ella llevaba tres maletas. Con el respirador y las gafas, el hombre parecía una hormiga. Se alejó pedaleando bajo la lluvia. Ella no miró hacia atrás.

Lo último que viste de ella fue una hormiga gigante haciéndote un corte de mangas.

La primera vez que Parker vio una unidad PSA fue en un barrio de chabolas de Texas llamado la Jungla de Judy.

Era una consola enorme revestida de barato plástico cromado. Meter un billete de diez dólares en la ranura te proporcionaba cinco minutos de atletismo en la ingravidez de un spa orbital suizo, perihelios de veinte metros con una modelo de Vogue de dieciséis años: cosas apasionantes tratándose de la Jungla, donde era más fácil conseguir una pistola que un baño caliente.

Un año después estaba en Nueva York con documentos falsos. Entonces, dos empresas líderes acababan de llevar las primeras consolas portátiles a las principales tiendas, justo a tiempo para la Navidad. Las salas de PSA pomo, de breve apogeo en California, nunca se recuperaron.

También había llegado la holografía, y las cúpulas de Fuller de una manzana de ancho que habían sido los templos holográficos de la infancia de Parker eran ahora supermercados de varias plantas, o albergaban polvorientas videogalerías donde aún se podía encontrar las viejas consolas que bajo lánguidas luces de neón anunciaban la percepción sensorial aparente a través de la neblina azul del humo de los cigarrillos.

Ahora Parker tiene treinta años y escribe guiones para emisiones de PSA, programando los movimientos oculares de las cámaras humanas de la industria.

La caída de tensión continúa.

En la habitación, Parker pincha la superficie de aluminio pulido del despertador Sendai. La luz testigo titila, se apaga. Café en mano, camina hasta el armario que ella vació la víspera. El haz de la linterna sondea los anaqueles desnudos buscando pruebas de amor, encuentra la tira de cuero de una sandalia rota, una cinta de PSA y una postal. La postal es el holograma del reflejo, en luz blanca, de una rosa.

En el fregadero, mete la tira de la sandalia en la máquina de desperdicios. Lenta a causa de la caída de energía, la trituradora se queja, pero traga y digiere. Sujetándolo cuidadosamente entre el índice y el pulgar, baja el holograma hacia las ocultas mandíbulas giratorias. La máquina emite un chillido cuando los dientes de acero rasgan el laminado plástico, y la rosa queda desmenuzada en mil fragmentos.

Luego Parker se sienta en la cama sin hacer, fumando. La cinta está en la consola, lista para empezar. Algunas cintas de mujeres lo desconciertan, pero duda de que sea ésa la razón por la que ahora vacila en encender la máquina.

Aproximadamente una cuarta parte del total de usuarios de PSA son incapaces de asimilar cómodamente la imagen corporal subjetiva del sexo opuesto. Con los años, algunas estrellas del medio PSA se han ido haciendo progresivamente andróginas a fin de captar este segmento de la audiencia.

Sin embargo, las cintas de Angela nunca lo habían intimidado. (Pero, ¿y si ha grabado a un amante?) No, no puede ser por eso: es sólo que la cinta es una verdadera incógnita.

Cuando Parker tenía quince años, sus padres le consiguieron un puesto de aprendiz en la sucursal norteamericana de una empresa de plásticos japonesa. En aquel entonces se sintió afortunado: el índice de aspirantes a aprendiz era enorme. Durante tres años vivió con su grupo en una residencia, cantando cada mañana, en formación, los himnos de la empresa, y por lo general arreglándoselas para saltar la cerca al menos una vez al mes, para buscar chicas o ir al holódromo.

El aprendizaje habría terminado al cumplir su vigésimo aniversario, con lo cual habría quedado como candidato a la condición de empleado con contrato. Una semana antes de cumplir los diecinueve, con dos tarjetas de crédito robadas y una muda de ropa, saltó la cerca por última vez. Llegó a California tres días antes de la caída del caótico régimen neosecesionista. En San Francisco, grupos de vándalos gobernaban las calles. Alguno de los cuatro distintos ayuntamientos «provisionales» habían acumulado reservas de alimentos con tanta eficacia que era casi imposible conseguirlos en la calle.

Parker pasó la última noche de la revolución en un barrio incendiado de Tucson, haciendo el amor con una delgada adolescente de Nueva Jersey que le explicó los mejores aspectos de su horóscopo entre ataques de llanto casi silencioso que no parecían tener nada que ver con nada de lo que él decía o hacía.

Años más tarde, advirtió que ya no tenía la menor idea de cuál había sido el motivo original para interrumpir su aprendizaje.

Los primeros tres cuartos de la cinta han sido borrados; tecleas avance rápido a través de una neblina estática de cinta borrada, donde gusto y olor se funden en un único canal. La recepción de audio es un ruido blanco: el no-sonido del primer mar oscuro… (La recepción prolongada de sonido de una cinta borrada puede provocar alucinaciones hipnagógicas.)

Parker estaba escondido entre la maleza junto a una carretera de Nueva México, viendo cómo ardía un tanque en la autopista. Las llamas iluminaban la línea blanca quebrada que había seguido desde Tucson. La explosión se había visto a tres kilómetros de distancia, una sábana blanca de relámpago abrasador que había convertido las pálidas ramas de un árbol desnudo sobre el cielo nocturno en un negativo fotográfico de sí mismas: ramas de carbón sobre un fondo de magnesio.

Muchos de los refugiados estaban armados.

Texas debía las chabolas que humeaban bajo las cálidas lluvias del Golfo a la incómoda neutralidad que había conservado frente al intento de secesión de la Costa.

Los pueblos estaban hechos de madera terciada, cartón, láminas de plástico que ondulaban al viento, y carcasas de vehículos. Tenían nombres como Jump City y Sugaree, y gobiernos vagamente definidos y territorios que se movían constantemente con los vientos furtivos de una economía de mercado negro.

Las tropas federales y estatales enviadas para barrer los pueblos fuera de la ley rara vez encontraban algo. Pero tras cada rastreo, algunos hombres no regresaban. Algunos habían vendido sus armas y quemado sus uniformes, y otros se habían acercado demasiado al contrabando que se les había encomendado encontrar.

Pasados tres meses, Parker quiso marcharse, pero las mercancías eran los únicos salvoconductos para cruzar los cordones del ejército. La oportunidad le llegó accidentalmente: a últimas horas de una tarde, cuando bordeaba la nube de grasiento humo de cocina que flotaba sobre la Jungla, tropezó y casi cayó sobre el cuerpo de una mujer en el lecho seco de un arroyo. Las moscas se levantaron en una nube furiosa y luego volvieron a posarse, sin hacerle caso. Tenía una chaqueta de cuero, y Parker solía pasar frío por las noches. Se puso a buscar alguna rama en el lecho del arroyo.

En la espalda de la chaqueta, justo bajo el omóplato, había un orificio redondo del diámetro de un lápiz. El forro de la chaqueta había sido rojo, pero ahora estaba negro, duro y brillante de sangre seca. Con la chaqueta colgada de la punta del palo, Parker fue a buscar agua.

Nunca lavaba la chaqueta; en el bolsillo izquierdo encontró casi una onza de cocaína envuelta en plástico y cinta adhesiva transparente. El bolsillo derecho contenía quince ampollas de Megacilina-D y una navaja automática de veinticinco centímetros y mango de asta. El antibiótico valía el doble de su peso en cocaína.

Hundió la navaja hasta el mango en un tocón podrido que habían pasado por alto los leñadores de la Jungla, y dejó la chaqueta colgando allí, con las moscas revoloteando alrededor.

Aquella noche, en un bar con techo de lata corrugada, esperando a uno de los «abogados» que conseguían pases para cruzar el cordón, probó por vez primera la máquina de PSA. Era enorme, toda neón y cromo, y el dueño estaba muy orgulloso de ella: él mismo había ayudado a secuestrar el camión.

Si el caos de los noventa refleja un cambio radical en los paradigmas del alfabetismo visual, el alejamiento final de la tradición Lascaux/Gutenberg por parte de una sociedad preholográfica, ¿qué podemos esperar de esta nueva tecnología, con sus promesas de codificación discreta y subsiguiente reconstrucción de toda la gama de las percepciones sensoriales?

Roebuck y Pierhal, Historia americana reciente: Panorama de sistemas

Avance rápido por el sibilante no-tiempo de cinta borrada…

…al interior del cuerpo de ella. Luz europea. Calles de una ciudad extraña.

Atenas. Avisos en caracteres griegos y el olor a polvo…

…y el olor a polvo.

Mira por los ojos de ella (pensando, esta mujer no te ha conocido todavía; apenas has salido de Texas) hacia el monumento gris, los caballos de piedra, donde las palomas revolotean en círculo…

…y la estática se apodera del cuerpo del amor, lo deja limpio y gris. Olas de ruido blanco rompen en una playa que no está. Y termina la cinta.

Ahora la luz del inductor está encendida.

Parker yace en la oscuridad, recordando los mil fragmentos de la rosa holográfica. Un holograma tiene esta cualidad: recuperado e iluminado, cada fragmento revela la imagen completa de la rosa. Cayendo hacia delta, él mismo ve la rosa, y cada uno de sus fragmentos esparcidos revela un todo que jamás conocerá: tarjetas de crédito robadas… un barrio incendiado… conjunciones planetarias de un desconocido… un tanque ardiendo en una autopista… un chato paquete de droga… una navaja automática afilada en hormigón, fina como el dolor.

Pensando: cada uno somos fragmentos de otro, y ¿fue siempre así? Aquel instante de un viaje europeo, abandonado en el mar gris de una cinta borrada: ¿está ella más cerca ahora, o es más real, porque él haya estado allí?

Ella lo había ayudado a obtener los documentos, le consiguió el primer trabajo en PSA. ¿Era ésa la historia de ellos? No, la historia era la superficie negra del delta-inductor, el armario vacío, y la cama sin hacer. La historia era su aversión al cuerpo perfecto en el que despertaba si bajaba la tensión, su furia hacia el conductor del taxi a pedal, y la negativa de ella a mirar hacia atrás entre la lluvia contaminada.

Sin embargo, cada fragmento muestra la rosa desde un ángulo distinto, recordó, pero delta se apoderó de él y no alcanzó a preguntarse qué podía significar eso.

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15 diciembre, 2007

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Podeis ver más vídeos sobre este tema aquí, en la lista de vídeos relacionados.

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11 diciembre, 2007

Un lugar llamado paz

Bill Douglas es uno de mis músicos y compositores favoritos. Aunque su trayectoria ha sido larga y ha tocado distintos géneros, su obra más extensa y personal, y aquella por lo que lo conocí, entra dentro de la conocida como música New Age o Nueva Era.
Este género, difícil de describir o etiquetar, es a menudo confundido con música para la relajación o la meditación, o relacionado de forma excusiva con los movimientos de misticismo y espiritualidad conocidos como New Age. Pero no se trata de eso, o al menos no exactamente. Como muchos otros términos, la definición de qué es la música Nueva Era varía de unos aficionados a otros y engloba varios estilos relacionados. Muchos artistas como Enya, Jean Michel Jarre o Vangelis, son considerados como músicos New Age sin estar relacionados con ningún movimiento neo espiritual. Es con estos músicos y su estilo con los que me gusta asociar el término, aunque también es aplicado a vertientes más relacionadas con la meditación o el misticismo.
La música de la Nueva Era tiene sus orígenes en la música electrónica surgida a finales de los 60. Los instrumentos electrónicos permitieron a los músicos experimentar con nuevos sonidos y también brindaron la oportunidad a compositores independientes de crear piezas con variedad de instrumentos con unos medios limitados y sin la ayuda de otros músicos. Más tarde la música de la Nueva Era recibiría influencias de otros géneros como la múscia clásica y música folk y étnica de distintos países, alcanzando una gran riqueza y variedad de estilos. El resultado es un género muy variado que tiene en común una música agradable y armoniosa que busca inspirar y transportar al oyente. Aunque como en todas las artes, cada artista es un mundo, ási que tampoco se puede generalizar mucho.

Os dejo con un tema de Bill Douglas, de su disco Cantilena. A diferencia de la mayoría de sus temas, se trata de una pieza cantada que toma título y letra de un poema de Yeats.



The Lake Isle Of Innisfree
La Isla Lacustre de Innisfree

I will arise and go now, and go to Innisfree,
Me levantaré y partiré ahora, e iré a Innisfree,
And a small cabin build there, of clay and wattles made:
Y una pequeña choza construiré allí, hecha de barro y madera:
Nine bean rows will I have there, a hive for the honey-bee,
Nueve filas de habichuelas tendré allí, una colmena para las abejas,
And live alone in the bee-loud glade.
Y viviré solo en el prado donde zumban las abejas.

And I shall have some peace there, for peace comes dropping slow,
Y tendré algo de paz allí, ya que la paz viene goteando poco a poco,
Dropping from the veils of morning, to where the cricket sings;
Goteando desde los velos de la mañana, hasta donde el grillo canta;
There midnight's all a-glimmer, and noon a purple glow
Allí la medianoche es toda un resplandor, y el mediodía un brillo majestuoso
And evening's full of the linnet's wings.
Y la tarde está llena de las alas del pardillo.

I will arise and go now, for always night and day
Me levantaré y partiré ahora, por siempre noche y día
I hear lake water lapping with low sounds by the shore;
Oigo el agua del lago lamiendo con suaves sonidos en la orilla;
While standing on the roadway, or on the pavements gray,
Mientras estoy en el camino, o en el gris de la acera,
I hear it in the deep heart's core.
Lo oigo en el profundo centro del corazón.

Si queréis leer más poemas de William Butler Yeats, podéis hacerlo aquí.

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06 diciembre, 2007

Para alejar el frío invierno

Anoche encendieron las luces de Navidad en las calles de mi ciudad. Se acercan las fiestas, el solsticio y el invierno.
Cuando las noches son más oscuras, encendemos luces bajo el cielo; cuando los días son más fríos, buscamos el calor de nuestros semejantes.
Cuando todo es nieve y silencio, cantamos canciones y celebramos fiestas; cuando la tierra se pone a domir y esconde sus frutos aguardando la primavera, nosotros hacemos regalos.
Es curioso el horror vacui que sufrimos las personas, todo aquello que encontramos vacío lo llenamos con algo: el año con fechas, las cosas con nombres, nuestro tiempo con aficiones y quehaceres. Lo más complicado es con qué llenar nuestros corazones. A veces los anhelos se llenan con regalos, otras las tristezas las llenamos con la monotonía del trabajo o el ajetreo de una noche de fiesta. En ocasiones, la incertidumbre se llena con caprichos y la soledad con el anonimato de la multitud o el nombre de una persona irreemplazable.
Pero ¿acertamos siempre? Nuestro corazón es un rompecabezas complicado, y de las piezas a veces sólo vemos el envoltorio, no su verdadera forma. Entonces las piezas no encajan y quedan huecos difíciles de llenar, pues a simple vista parece que ya los hemos llenado.

En ocasiones incluso intentamos llenar el vacío del tiempo, cubrir el espacio que queda entre las épocas y las generaciones. Creamos mensajes que comunicar a las generaciones venideras, ideas que nos sobrevivan y perduren en nuestros descendientes, para así crear la ilusión de continuidad, de indentidad, de eternidad. Usamos estas tradiciones como hilos que llenen los abismos del tiempo, que cosan unidas a las gentes de épocas diversas como si fueran un todo, un mismo tejido originado en la puntada inicial. Pero las tradiciones no son intemporales, no flotan en la eternidad como un cielo estrellado: inalterable e igualmente visto por los habitantes de todas las épocas. Son más bien como puentes que cruzan de una generación a la siguiente. El puente no es siempre el mismo, sino que cada generación debe construir uno que le comunique con sus sucesores. Así el puente va cambiando, no es siempre igual, sino uno nuevo inspirado el anterior. La forma será parecida, pero no idéntica, y los materiales puede que no sean los mismos, pues cada generación costruye con lo que tiene a mano. Si tenemos suerte, el espíritu de la tradición, la forma del puente, será la misma, aunque esté construido de forma diferente. En caso contrario el diseño del puente cambiará o se pervertirá, será distinto y servirá a otro cometido, aunque el cartel siga luciendo el mismo nombre. A veces hay puentes nefastos, perjudiciales, que no conducen a nada bueno. Pero aún así se siguen construyendo una y otra vez, año tras año y generación tras generación, pues cada persona que lo cruza es instruida para que construya otra copia del puente. Si somos afortunados, alguien se dará cuenta de lo negativo del puente y lo derribará, o al menos se negará a construirlo de nuevo, ahorrando a sus hijos el tener que cruzarlo.
Así que aprovechemos los puentes que nos tendieron nuestros antepasados, pero no olvidemos mirar de dónde vienen y a dónde nos llevan, no sea que decidamos no seguir cruzándolos. Aunque por desgracia, algunos puentes están tan cargados de luces, adornos y regalos, que resulta difícil ver a dónde llevan en realidad.

Os dejo con un relato que escribí hace tiempo, el cual perdí y, quizá por suerte, me vi obligado a reescribir. La idea me vino mientras escuchaba "To Drive the Cold Winter Away", "Para alejar el frío invierno", de Loreena McKennitt. Disco, igual que todos los de su autora, muy recomendable.



Leer el relato

El arrullo de las estrellas


Reflejos en el Agua estaba cansada y dolorida. El frío, cada vez mayor, no hacía más que sumarse a la fatiga y el hambre para hacer más duro cada uno de sus movimientos. Sin embargo, hacía tiempo que Reflejos en el Agua había decidido acallar todas esas sensaciones. No prestaba atención al dolor y el cansancio, ni siquiera a sus propios pensamientos. Sólo dejaba lugar en su mente para una única idea, un único objetivo: seguir adelante, hacia el Norte. Nada más. Un movimiento, luego otro, adelante, siempre adelante. Eso era lo que pretendía Reflejos en el Agua, no prestar atención a las voces de su mente, a los recuerdos o la incertidumbre. Pero eso era algo muy difícil, y más en mitad de aquel silencio. Nunca antes en su vida había percibido un silencio como aquel. Ningún animal, ninguna voz en la lejanía. Nada. Sólo el viento. Y hasta el sonido de ese viento le resultaba vacío, pues no traía nada, estaba hueco. Ni el sonido de un ave, ni olor a lluvia, ni la calidez de costas lejanas. Sólo traía frío, nada más. Frío y un murmullo monótono que azotaba su mente con más fuerza incluso que con la que azotaba su piel.
Antes de que el frío se apoderara de todo, antes de que llegara el Invierno, el agua nunca estaba silenciosa. Cuando no era la conversación de sus semejantes, o sus cantos en la lejanía, eran las voces y los sonidos de los animales: los delfines, las focas, las tortugas… incluso los cardúmenes de peces podían percibirse en la lejanía por su constante movimiento y cambios de rumbo. Y el cielo. El cielo nunca era el mismo, por el día el Sol y las nubes y las aves. Bailaban, formaban dibujos que nunca eran iguales. Y por la noche ¡cómo amaba las noches! No lo que ahora tomaba su lugar. Por las noches podía contemplar la Luna, siempre cambiante, nunca igual. Con su forma atrayendo las olas, dictando de memoria las mareas. Y siempre, incluso cuando no había Luna, Reflejos en el Agua podía contemplar las estrellas. Siempre las mismas, siempre distintas. Conocía los nombres de todos los archipiélagos de estrellas: La Ballena Mayor y Menor, La Gaviota del Sur, La Nebulosa del Cardumen… Conocía de memoria todos los pasos de su danza a través del cielo. Y aún así, era incapaz de cansarse contemplándolas. Cuando aún vivían los demás de su clan, Reflejos en el Agua era la encargada de enseñar a los más jóvenes los nombres de las estrellas, a orientarse mirando el cielo. Durante horas cantaba los nombres de las estrellas y sus archipiélagos: El Arrullo de las Estrellas. Pero el Invierno había llegado y se lo había llevado todo.
Hacía tiempo que los ancianos observaban las señales del Gran Invierno: los glaciares crecían, las costas avanzaban, los inviernos eran más largos, las lluvias más cortas… Conocían las señales, sabían que el Gran Invierno se acercaba, pero no sospecharon que lo haría tan pronto. Pero lo hizo. El cielo se cubrió de nubes, pero no llovió. Las corrientes cambiaron. Las aguas se enfriaron. Los animales más pequeños empezaron a morir. Los ancianos dijeron que desde antes de que el Hombre muriera, o se marchara, pues los ancianos no lo sabían ni les importaba, nunca habían contemplado tantas desgracias. Pero las desgracias no se detuvieron allí, pues los suyos también comenzaron a morir. El alimento escaseaba, las aguas eran frías y las corrientes engañosas. Primero los ancianos, luego los pequeños. Poco a poco al principio, su pueblo fue menguando. Luego, lo hizo más deprisa. Los adultos también comenzaron a morir. Sin calor, sin sol, el plancton moría y el alimento escaseaba. Sin sus hijos ni sus padres, su tristeza aumentaba. Reflejos en el Agua vio cómo su clan se extinguía poco a poco, lenta pero irremisiblemente. Todos los cantos que escuchaba en la lejanía traían las mismas noticias. Su pueblo moría. De todos los adultos de su clan, Reflejos en el Agua era la más joven, y por algún triste motivo, fue la única en sobrevivir. La muerte la esperaba, eso era cierto, pues su fuerza no era mayor que la de los suyos, pero tardaría más en alcanzarla. Sola, triste, furiosa, desesperada, Reflejos en el Agua viajó y viajó. Nadó buscando señales de los suyos, de otros clanes supervivientes. Entonó cantos de llamada y auxilio, una y otra vez. Murmuró y gritó notas sin sentido, más veces de las que podía recordar. Pero no recibió ninguna respuesta. El agua estaba silenciosa, las voces apagadas, su pueblo, extinguido. La certeza, aún sin pruebas concluyentes, era aplastante para ella. Sabía que estaba sola, que era la última de su raza, y que, dentro de poco, cuando ella muriera lo haría todo su pueblo. Cuando el frío, el hambre y la pena acabaran con su vida, lo harían también con la última voz, con todas las canciones, con todo el legado de su raza. Tras ella no habría más historias, más nombres, más palabras en el Agua. El Invierno las habría matado, congelado y hundido para siempre. Puede que los peces, los crustáceos, o las cosas que se impulsan en las profundidades sobrevivieran al Invierno, pero la Palabra... Las palabras no sobrevivirían.
Asustada, desesperada, cansada de contar los días, Reflejos en el Agua decidió poner fin a su vida antes de que lo hiciera el Invierno. El cómo, la manera, surgió de manera extraña e inesperada, como el cuerpo de uno de esos enormes calamares de las profundidades que emergen de repente a la superficie sin un aviso o una razón. Se quitaría la vida en las Orillas Hambrientas. Allí donde tantos de los suyos habían muerto sin desearlo, ella acabaría con su vida voluntariamente. Orillas Hambrientas era un lugar maldito para su raza, aunque recordado solemnemente. Hace mucho tiempo, ese lugar fue uno de los lugares de cortejo de su pueblo, allí acudían para desposarse y engendrar a sus chiquillos. Pero un día, los hombres aprendieron su costumbre y aguardaron allí año tras año para darles caza. Cuando emergían a las aguas superficiales, los hombres les arrojaban sus colmillos de metal y las aguas se teñían de rojo. Eran tiempos en los que su pueblo no dominaba aún la Palabra y tardaron en aprender a alertarse unos a otros del peligro de acudir a ese lugar. Aún así, la memoria de aquellas experiencias consiguió sobrevivir a esos tiempos oscuros y arcaicos, llegando hasta la generación de Reflejos en el Agua. Por ello, su pueblo considera las Orillas Hambrientas un lugar digno de perdurar en la memoria, odiado y a la vez sagrado por ver morir a tantos de sus antepasados. Así, Reflejos en el Agua decidió nadar hasta las Orillas Hambrientas y flotar sobre las aguas superficiales, no esperando recibir a su esposo como incontables generaciones atrás, sino esperando la muerte. Flotaría hasta alcanzar la orilla y allí, sobre la dura tierra, embarrancaría y se dejaría morir.
Sin dejar sitio en su mente a ninguna idea salvo esta y el movimiento de sus aletas, Reflejos en el Agua emprendió su marcha. Y sin desearlo, el frío en su interior era mayor que el del Invierno.

* * *

La oscuridad envolvía a Zarpa Blanca. La oscuridad y el incesante azote del viento que la privaba de cualquier sonido u olor. Caminaba al azar, desorientada, sin un horizonte que seguir ni un rastro que husmear. De repente, entre la cortina blanca del viento y la nieve, una sombra. Se acercaba a ella de manera extraña, pues lo hacía sin dificultad, sin luchar contra el viento como hacía ella. El viento, por algún motivo, no quería detener sus pasos. Zarpa Blanca esperó a la silueta en tensión, asustada pero alerta. Si era una presa, sería bienvenida, si era un adversario, no tendría un combate fácil. Pero el rostro que emergió de la ventisca no era una cosa ni otra. Era él, Gruñido Ronco, su esposo. La estaba llamando, y ella, no encontrando ninguna razón en contra, se dirigió hacia él. Pero algo estaba mal en eso. Algo no encajaba, aunque no podía recordarlo. ¿Qué era?, ¿qué era lo que no tenía sentido…? Casi lo tenía cuando unos gruñidos acompañados de sollozos la alcanzaron desde la dirección opuesta. Eran los gruñidos de sus cachorros hambrientos. Entonces recordó qué estaba mal. Gruñido Ronco, su esposo, estaba muerto. Y en ese momento, se despertó.
Zarpa Blanca se incorporó lentamente, con dificultad. Se había quedado dormida, otra vez. Sus hijos mordisqueaban en vano sus pechos, buscando algo de leche con la que alimentarse. Pero eso era imposible. Hacía demasiado que no comía, y su cuerpo, apenas capaz de mantenerse en pie, no podía producir más leche para sus pequeños. Y eso estaba mal. Hacía días, semanas, que su esposo había muerto. Casi sin comer, dejando la mayor parte de las últimas presas para que ella se alimentara y amamantara a los pequeños, Gruñido Ronco había caído el primero. Llena de dolor, pero decidida a no dejar morir a sus hijos, Zarpa Blanca se alimentó del cuerpo de su esposo y así amamantó a sus pequeños unos días más. Pero no fueron suficientes. Llevaba semanas buscando una presa que cazar, pero le era imposible. El hielo era demasiado grueso para atravesarlo. No podría pescar ni cazar si no llegaba primero al agua, al océano. Allí podría atrapar alguna foca o quizá pescar algo. Sin embargo, el viento no dejaba ver más allá de unos pasos, ni tampoco le permitía encontrar ningún rastro que la llevara hasta la costa más cercana. Los hielos habían crecido rápidamente en los últimos meses, por lo que la geografía ya no era la que conocía y tampoco podía orientarse de ninguna manera. La única opción posible era avanzar en línea recta en una dirección cualquiera, con la esperanza de alcanzar la orilla del agua en algún momento. Eso claro, si no moría antes de hambre. Además, no podía avanzar muy deprisa pues no podía dejar atrás a sus cachorros. Si los dejaba solos para explorar, a parte de la posibilidad de que murieran de frío, era muy probable que no fuera capaz de encontrarlos de nuevo, no con ese viento que le impedía sentir cualquier olor o sonido.
El pueblo de Zarpa Blanca era joven y apenas conocía unas pocas palabras, y ninguna de ellas era capaz de expresar lo que ella sentía en ese momento. Así que lo que brotó de la garganta de Zarpa Blanca no fue ninguna palabra, sino un grito, grave y profundo, un desafío al viento, al frío y la nieve, a la soledad, al hambre y la muerte. Los pequeños se estremecieron y se aproximaron aún más al cuerpo blanco de su madre. Debía ahorrar fuerzas, ese fue el único pensamiento que hizo que Zarpa Blanca dejara de gritar. Las esperanzas eran muy pequeñas, pero Zarpa Blanca no podía hacer otra cosa más que agarrarse a ellas. Así que, apretó a sus pequeños contra su cuerpo y se dispuso a avanzar de nuevo en la misma dirección que mantenía desde hace días.

* * *

Antes de lo que imaginaba, Reflejos en el Agua divisó las costas de Orillas Hambrientas. Pese a su profunda determinación de acabar con su vida, en cierto modo la llegada a su destino la alcanzó antes de lo que deseaba. Puede que, de una extraña manera, la decisión de morir por su propia voluntad, el poner fin a la incertidumbre y la duda con una decisión, aunque fuese tan funesta, otorgara cierta paz a la mente de Reflejos en el Agua durante su viaje a las Orillas Hambrientas. Así, acabada la tarea del viaje, y obligada a dar el siguiente paso, Reflejos en el Agua se sintió inquieta de nuevo. Pensaba, que tras las miserias y el sufrimiento de sus últimos días, el último paso sería más sencillo. Pero no fue así. A parte de la débil voz de su instinto de supervivencia, demasiado apagado ya como para oponer resistencia, había algo en su mente que dificultaba la toma del siguiente paso. Se trataba del recuerdo de su gente, de sus antepasados, la vergüenza por abandonar, ceder a la pena y renunciar a la vida. Su pueblo era una raza estoica, paciente, tenaz, que había sobrevivido a no pocas dificultades a lo largo de su historia. El suicidio no era una opción honorable o valiente para su raza, era la renuncia absoluta, la negación de todas las opciones. Pero Reflejos en el Agua sabía, que en estos días no había más opciones, ni nadie de su raza para sentirse defraudado.
Lóbrega y decidida, Reflejos en el Agua nadó hasta las aguas superficiales cercanas a las Orillas Hambrientas y contempló la costa a través del eco de su voz. Unos pocos metros más y la profundidad sería tan escasa que embarrancaría. Por última vez, se sumergió y lanzó una larga y profunda canción de llamada. Guardó silencio y esperó, más tiempo del razonable, más de lo que tardaría en responder cualquiera de sus semejantes, por muy lejos que se encontrara. Esperó con una terrible impaciencia, pues dejar pasar los segundos en espera de una respuesta era dejar espacio a la esperanza, la incertidumbre, la angustia. Emergió de nuevo y dejó de escuchar, poniendo fin a las dudas, la esperanza y el sufrimiento. Ya no había vuelta atrás. La decisión estaba tomada. Nadó enérgicamente en dirección a la orilla, usando las pocas fuerzas que había reservado durante el viaje, a ciegas, hasta que sintió el lecho de arena bajo su vientre. Con amarga determinación, Reflejos en el Agua esperó a que la marea retrocediera, así su cuerpo quedaría fuera del agua, en mitad de la playa y ya no habría vuelta atrás.
Y esperó, pacientemente, abatida por el viaje y la tristeza, hasta que su piel quedó expuesta al azote del viento y el peso de su cuerpo, ya fuera del agua, descansó únicamente sobre su vientre. Ya estaba hecho, la decisión había sido tomada y ya no había posibilidad de arrepentirse. Esa idea, la imposibilidad de volver atrás la consoló ligeramente, al igual que la sensación de morir donde tantos de los suyos habían muerto años atrás.
Mientras esperaba que el frío y su propio peso acabaran con su vida, Reflejos en el Agua se sintió apenada e impotente, con una gran sensación de pérdida. Pero no por ella misma, sino por su pueblo, por el legado de su raza. Con su muerte, se perderían todas sus historias, todos sus conocimientos, su lenguaje, los nombres que habían dado a las cosas… La Palabra desaparecería del mundo y este convertiría en un lugar silencioso, sin tiempo, sin historias… Las costas y las estaciones y las bestias perderían su nombre y sólo quedaría el Invierno, con su blanco silencio y las indolentes vidas de los pájaros, los peces y las bestias. En especial recordó las estrellas, las lecciones que daba a los pequeños sobre las materias del cielo y nostálgica, alzó la mirada. Pero arriba, sobre su cabeza no encontró más que el sudario de nubes y bruma con que el Invierno había reemplazado al cielo. Furiosa y triste, como si pudiera colgar del cielo ese fragmento de conocimiento y salvarlo de la muerte y el olvido, Reflejos en el Agua comenzó a cantar con todas sus fuerzas. Se trataba del Arrullo de las Estrellas, la canción que cuenta la historia y los nombres de todas las cosas del cielo, tal y cómo las conocía su raza, tal y como ella la había cantado una y otra vez a los más jóvenes. El esfuerzo era enorme, cantar fuera del agua través del tenue aire, mientras sus costillas cargaban con el peso de su cuerpo. Pero no importaba, ¿qué mejor modo de morir que honrando el legado de su pueblo y recordando aquello que más amaba, las estrellas? Durante horas, Reflejos en el Agua cantó y cantó, mientras el frío engullía su cuerpo. El mundo, la fatiga, el dolor, poco a poco todos fueron apagándose, hasta que sólo quedó su voz, y el recuerdo de las luces eternas del firmamento. Y después, cuando eso también se apagó en ella, el Invierno terminó de llevarse su vida, y con ella, todas las penas que le había traído.

* * *

Zarpa Blanca se encontraba al límite de sus fuerzas. Sus cachorros apenas podían sostenerse y la cortina de viento y nieve seguía ocultando cualquier rastro de la costa, para ella la única posibilidad de supervivencia. Había perdido la cuenta de los días que llevaba caminando en línea recta a través de la ventisca, con la esperanza de alcanzar la costa antes de que ella o sus cachorros murieran de hambre. Detenerse y dormir era peligroso, corría el riesgo de no despertar, pero los pequeños llevaban demasiadas horas caminando y necesitaban descansar, ella misma necesitaba algo de descanso. Se detuvo, acurrucó a los cachorros junto a su pecho, los rodeó con su cuerpo y juntos se entregaron al sueño.
Zarpa Blanca se despertó sobresaltada. Sus sueños volvían a ser oscuros y turbulentos, pero no se trataba de eso, era algo del exterior. Lo pequeños seguían durmiendo, no la habían despertado ellos, así que levantó la cabeza alertada. Al principio le costó separarlo del rugido del viento, pero allí estaba, otra cosa, un sonido nuevo. Zarpa Blanca no pudo identificarlo, pero parecía el lamento de alguna bestia. Una presa, comida, cerca. Pero lo mejor de todo: provenía de una dirección. El viento no soplaba en la dirección adecuada para traerle su olor, pero podía seguirla por el sonido. Al fin una referencia, un rastro, un rumbo que seguir en mitad de la cellisca.
Zarpa Blanca cargó con sus cachorros y se dirigió hacia la voz con toda la velocidad que le fue posible. Mientras seguía aquel sonido, empezó a apreciar en él cierta musicalidad, distintos tonos y pausas, como cuando ella arrullaba a sus cachorros. Con cada paso que daba, la canción, el lamento, se hacía cada vez más fuerte y claro, debía de estar bastante cerca. Por fin, Zarpa Blanca apreció un cambio en el terreno, una ligera pendiente, y más tarde el olor del mar. La costa debía estar cerca. Y también un olor curioso, un animal, carne sin duda, parecido al olor de una foca pero distinto.
La ventisca amainó ligeramente y Zarpa Blanca divisó un desnivel, el hielo acababa abruptamente unos pasos más adelante, la costa debía estar allí mismo. Aquel sonido, la canción, era ahora muy intensa, la presa debía estar muy cerca. Por precaución, desconociendo la naturaleza y estado de salud del animal, escarbó un pequeño hoyo y dejó allí a sus cachorros. Mientras ella no volviera, no se moverían de allí.
Lentamente, con cautela, Zarpa Blanca alcanzó el desnivel y bajó por él hasta llegar a una playa al nivel del mar. La presa, la bestia que emitía aquella canción estaba allí. Enorme, majestuosa, moribunda. Zarpa Blanca no había visto nunca una criatura como esa, al menos no tan cerca ni fuera del agua. Se trataba de un enorme pez, echado sobre la orilla, entonando sin cesar aquel lamento que era como una nana, como una canción. La criatura estaba al límite de sus fuerzas, moribunda y fuera de su medio natural. Era evidente que no podía huir ni prestar batalla. Cómo había ido a parar allí era un misterio, quizá el mar la había arrojado tan violentamente que no pudo regresar a las olas. No tenía importancia, la criatura la había traído hasta la costa, y su cuerpo la alimentaría durante días, eso era lo importante. Feliz, agradecida e impresionada por la enorme criatura, Zarpa Blanca se quedó inmóvil, escuchando su triste y hermosa canción. Así se mantuvo hasta que el pez emitió una última nota y suavemente, murió.
El silencio sacó a Zarpa banca de su trance. Rápidamente fue en busca de sus cachorros y los colocó junto a uno de los costados de la criatura, donde quedaban al abrigo del viento. Contempló al enorme pez por unos instantes y tras pronunciar un silencioso agradecimiento, clavó las zarpas en su carne y empezó a comer. La carne y la sangre aún estaban calientes y fueron la primera comida y bebida de Zarpa Blanca en muchos días. Comió hasta saciarse y cuando terminó se tumbó junto a sus hijos, esperando a que la leche llenara sus pechos. Cuando estuvo lista para amamantarlos los despertó y suavemente les guió hasta que comenzaron a mamar.
Lo había conseguido, sus cachorros vivirían y ella también. Conmovida, feliz, comenzó a arrullar a los pequeños y lo hizo con la misma canción que entonaba el gran pez, la misma que la había guiado a través de la ventisca y que había quedado grabada en su memoria. Así, Zarpa Blanca enseñó a sus hijos la Nana del Gran Pez, y sin saberlo, con una lengua que no era la suya, les estaba enseñando los nombres de todas las estrellas.

El Invierno ocultó el cielo y cubrió la tierra y los océanos, pero la Palabra, aunque cambió de labios, no se extinguió.

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02 diciembre, 2007

Kino's Journey

Kino's Journey es un anime, una serie de animación japonesa, que descubrí hace poco. Aunque sólo he visto los primeros capítulos, la serie me ha sorprendido gratamente y parece muy interesante.

En el mundo del anime, gran parte de las series encajan en uno de los varios y estereotipados subgéneros existentes dentro del manga: historias deportivas, de lucha, comedias románticas, magical girls, harem, etc. Hay series que, a pesar de encajar dentro de alguno de estos subgéneros tan manidos, son de gran calidad y merecen la pena ser vistas. Otras, son casi en su totalidad una recopilación de los tópicos más comunes del manga, aportando poco o nada nuevo al espectador. Estos tópicos a los que me refiero son los llamados fan service y cualquiera que haya visto algo de manga seguro que puede enumerar unos cuantos.

Pues bien, a Kino's Journey no le ocurre ninguno de estos dos problemas, quizá por estar basada en una serie de novelas ilustradas. De hecho, su duración es muy breve, 13 capítulos, siendo cada uno de ellos una historia autoconclusiva e independiente. A pesar de su diseño gráfico, bastante sencillo e infantil, la temática de la serie es muy adulta y profunda. Cada capítulo es en realidad una reflexión sobre la naturaleza humana, sobre sus aspectos positivos y negativos. Una frase utilizada a lo largo de la serie que resume su temática es la siguiente: "el mundo no es hermoso, por eso lo es".
El hilo argumental de la serie estriba en el viaje que realiza su protagonista y los lugares y gentes que conoce a lo largo de él. En cada capítulo Kino visita uno o varios lugares, todos ellos con costumbres muy diferentes. La única licencia extraña o chocante de la serie es el compañero de viajes del protagonista: Hermes, una moto sintiente capaz de hablar. Aunque pueda parecer algo ridículo, no estropea el tono adulto y filosófico de la serie, pues en el fondo no es más que una excusa para que el protagonista pueda expresar sus pensamientos en voz alta y contrastarlos con alguien que por otro lado, dado su carácter inocente y desconocedor de la naturaleza humana, resulta un contrapunto interesante.

Bueno, después de esta introducción algo larga y de una crítica al manga más dura de lo que esperaba, género que aunque parezca lo contrario me gusta, os dejo con un capítulo de Kino's Journey, por si estáis interesados. No es el primer capítulo de la serie, sino el segundo, capítulo que me pareció especialmente duro e interesante, de manera que sirva para romper la impresión infantil inicial ofrecida por el estilo gráfico de la serie.



Si conocéis el título de algún anime y queréis buscar más información sobre él, lo podéis hacer en Anime Reviews. Quizá no sea la mejor página sobre el tema, pero posee un listado muy extenso de artículos sobre series de animación japonesas. También podéis echar un vistazo en Trivialidades felinas, no tiene un listado tan extenso pero está en español, además de ser un blog muy interesante.

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